martes, 5 de agosto de 2014

Mirar desde la ventana de la memoria la ciudad que amas




Hace cuatro semanas ando fuera de mi apartamento. No sé por qué esta noche desde el hotel que me acoge pienso en la ciudad donde vive la gente que quiero.

A esta hora de la noche pienso que Manizales es una ciudad republicana en su arquitectura heredada -creo- de principios del siglo XX y recuerdo que hubo una primigenia arquitectura fundacional que se perdió tras los incendios que sufrimos por allá en los años veinte del siglo pasado.

Desde donde escribo estas líneas, me digo: Manizales a sus 2150 metros sobre el nivel del mar, es fría con neblinas delgadas, pero no es helada, sus calles son largas y empinadas y su gente amable y bella.

Al amanecer, desde la ventana del piso seis en el edifico donde vivo (allá en mi hoy lejana ciudad) es posible divisar un nevado legendario, El Nevado del Ruíz, cuya fumarola nos dice cada día “soy un león dormido y en cualquier momento puedo rugir”. Viene a mi mente un amigo escritor que me dijo alguna vez "ese mismo nevado antes se llamaba Kumanday”, ese vocablo indígena me gusta más que el de Ruíz - pienso.


Desde este punto estratégico en que paso mis días en Manizales puedo ver una imponente catedral basílica  de estilo neogótica, dicen los entendidos. Tal vez, la más alta de Colombia digo yo; y agrego: la misma que nos ilumina y recuerda nuestra fe.

En la ciudad que mi memoria recuerda esta noche de agosto hay una calle rota, vieja, que divide la cuadra dónde crecí, esa calle me dice que fui feliz. Esa calle larga para mis cortos años, esa calle de andenes amplios y casas iluminadas por las velas y las luces navideñas, esa calle -la mejor de los barrios populares- me recuerda que tuve una infancia repleta de amigos y alegrías.

Su asfalto maltratado por los carros, su deteriorado y sonoro cemento nos permitía -en los años de la infancia- llenarla de nuestros pasos, nuestra velocidad, nuestra alegría, nuestros sueños o nuestra sangre si caíamos sobre ella al jugar fútbol en las vacaciones decembrinas.  En esa calle de los suburbios manizaleños conocí la amistad, el amor, la soledad, la derrota, la pasión y el futuro.

En mi calle gasté mi infancia y fui feliz jugando juegos de niños, cruzándola para llegar a la escuela, rompiendo records de velocidad en mi bicicleta, paseando a mi perro por sus andenes y sus huecos, dejándola atrás para avanzar en el futuro.

Lámparas, escalas, alcantarillas, postes, tiendas, zapaterias, locales de alquiler de bicicletas y de alquiler de revistas de cómics, lindas muchachas de vestidos alegres, muchachos de sonrisas perdidas, adultos de regaños en los labios y casas de vecinos donde las puertas siempre estaban abiertas adornaban la calle donde crecí en los lejanos años ochenta.

Una calle mojada por la lluvia en los inviernos, calcinada bajo el sol de junio y vestida de fiesta en las navidades es la calle que guarda los secretos de un niño, de un pasado, de una historia.


Esa calle en la ciudad de Manizales fue la base para ver crecer al hombre que soy. Estoy a kilómetros de esa calle a años luz de mi infancia y no comprendo por qué mi memoria la trae hasta la habitación de este hotel donde la noche me cobija otra vez.

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