Hace
cuatro semanas ando fuera de mi apartamento. No sé por qué esta noche desde el
hotel que me acoge pienso en la ciudad donde vive la gente que quiero.
A esta
hora de la noche pienso que Manizales es una ciudad republicana en su
arquitectura heredada -creo- de principios del siglo XX y recuerdo que hubo una primigenia
arquitectura fundacional que se perdió tras los incendios que sufrimos por allá
en los años veinte del siglo pasado.
Desde
donde escribo estas líneas, me digo: Manizales a sus 2150 metros sobre el nivel del mar, es
fría con neblinas delgadas, pero no es helada, sus calles son largas y empinadas y su gente amable y
bella.
Al
amanecer, desde la ventana del piso seis en el edifico donde vivo (allá en mi
hoy lejana ciudad) es posible divisar un nevado legendario, El Nevado del Ruíz,
cuya fumarola nos dice cada día “soy un león dormido y en cualquier momento
puedo rugir”. Viene a mi mente un amigo escritor que me dijo alguna vez "ese
mismo nevado antes se llamaba Kumanday”, ese vocablo indígena me gusta más que
el de Ruíz - pienso.
Desde
este punto estratégico en que paso mis días en Manizales puedo ver una
imponente catedral basílica de estilo neogótica,
dicen los entendidos. Tal vez, la más alta de Colombia digo yo; y agrego: la misma
que nos ilumina y recuerda nuestra fe.
En la
ciudad que mi memoria recuerda esta noche de agosto hay una calle rota, vieja,
que divide la cuadra dónde crecí, esa calle me dice que fui feliz. Esa
calle larga para mis cortos años, esa calle de andenes amplios y casas
iluminadas por las velas y las luces navideñas, esa calle -la mejor de los
barrios populares- me recuerda que tuve una infancia repleta de amigos y
alegrías.
Su
asfalto maltratado por los carros, su deteriorado y sonoro cemento nos
permitía -en los años de la infancia- llenarla de nuestros pasos, nuestra
velocidad, nuestra alegría, nuestros sueños o nuestra sangre si caíamos sobre
ella al jugar fútbol en las vacaciones decembrinas. En esa calle de los suburbios manizaleños
conocí la amistad, el amor, la soledad, la derrota, la pasión y el futuro.
En
mi calle gasté mi infancia y fui feliz jugando juegos de niños, cruzándola para
llegar a la escuela, rompiendo records de velocidad en mi bicicleta, paseando a
mi perro por sus andenes y sus huecos, dejándola atrás para avanzar en el
futuro.
Lámparas,
escalas, alcantarillas, postes, tiendas, zapaterias, locales de alquiler de bicicletas y de alquiler de revistas de cómics, lindas muchachas de vestidos alegres, muchachos
de sonrisas perdidas, adultos de regaños en los labios y casas de vecinos donde
las puertas siempre estaban abiertas adornaban la calle donde crecí en los
lejanos años ochenta.
Una
calle mojada por la lluvia en los inviernos, calcinada bajo el sol de junio y
vestida de fiesta en las navidades es la calle que guarda los secretos de un
niño, de un pasado, de una historia.
Esa
calle en la ciudad de Manizales fue la base para ver crecer al hombre que soy. Estoy
a kilómetros de esa calle a años luz de mi infancia y no comprendo por qué mi
memoria la trae hasta la habitación de este hotel donde la noche me cobija otra
vez.
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