martes, 28 de junio de 2011

Jazz Camp


Son las ocho de la mañana de un lunes soleado en junio. Manizales está despejada y la ropa de verano de sus habitantes empieza a verse después de un invierno atroz que devastó el país y afectó la ciudad. El color de la ropa, las gafas de sol, la piel al descubierto anuncian una tregua de agua. Yo camino sin prisa, con mis gafas de sol, mi ipod donde suena música de Bunbury, llevo en la espalda mi morral. Disfruto la mañana.

Mi rumbo es el Auditorio Central de la Universidad Nacional, sede Manizales. Mi cita es extraña, asistiré por espacio de cinco días a un Jazz Camp. Nada más raro en mi mundo literario que un campamento musical. De niño acampé en lugares salvajes como el Silencio, un lugar a dos o tres kilómetros en el Occidente del corregimiento de Arauca, en el Sur del Departamento de Caldas. Era la selva virgen para un niño de doce años, esa sería la edad en que empecé a alejarme de mi casa para asistir a los campamentos de la tropa a la que pertenecía. 

Luego conocí La Carrilera, El Kilómetro 41, Peñas, El Salto del Cacique, Tareas, El Águila, La Esmeralda y un sinnúmero de sitios propios para acampar en vacaciones de Semana Santa o de mitad de año.