Son las ocho de la mañana de
un lunes soleado en junio. Manizales está despejada y la ropa de verano de sus
habitantes empieza a verse después de un invierno atroz que devastó el país y
afectó la ciudad. El color de la ropa, las gafas de sol, la piel al descubierto
anuncian una tregua de agua. Yo camino sin prisa, con mis gafas de sol, mi ipod
donde suena música de Bunbury, llevo en la espalda mi morral. Disfruto la
mañana.
Mi rumbo es el Auditorio
Central de la Universidad Nacional, sede Manizales. Mi cita es extraña,
asistiré por espacio de cinco días a un Jazz Camp. Nada más raro en mi mundo
literario que un campamento musical. De niño acampé en lugares salvajes como el
Silencio, un lugar a dos o tres kilómetros en el Occidente del corregimiento de
Arauca, en el Sur del Departamento de Caldas. Era la selva virgen para un niño
de doce años, esa sería la edad en que empecé a alejarme de mi casa para
asistir a los campamentos de la tropa a la que pertenecía.
Luego conocí La
Carrilera, El Kilómetro 41, Peñas, El Salto del Cacique, Tareas, El Águila, La
Esmeralda y un sinnúmero de sitios propios para acampar en vacaciones de Semana
Santa o de mitad de año.