jueves, 13 de enero de 2011

Autopsia de un parque

Hace 15 años dejé de ver a mi padre, es una historia que no voy a contar, pero vuelvo a recordarlo al verme en una fotografía con rostro de niño posando para los viejos fotógrafos de parque, el mismo donde mi tío Pablo enseñó a mi hermana Mónica a montar bicicleta en las despejadas noches de un diciembre en los lejanos años 80. Hace tanto me fui de ese barrio, de esa casa, de ese parque, de ese niño. Hace tantos años perdí a mi padre.

Recuerdo que la bicicleta era de ciclismo -como las de Lucho Herrera- nada que ver con las sofisticadas bicis rosadas con canastilla, campanita, espejos en forma de mariposas rosadas y calcomanías de Barbie que veo en la ciudad a final de año. La cicla de mi tío era una burra cachivoltaeda, de pedales de hierro, marco y llantas delgadísimas, alta, con carimañola de Pilas Varta y un sillín triangular capaz de hacerle perder -en un salto- la virtud (como decía madre) a mi pequeña hermana. 

En fin, una bici muy incómoda para una niña blanca, mona, flaca de apenas once años. Luego vinieron más clases, Pablo, el radiante cadete de la policía militar, el esbelto tío Pablo Emilio Ramos llegó en una monareta de marca Monark, con marco blanco y silleta larga, abollonada y color rosa, una bicicleta de niñas que consiguió alquilada para el ejercicio nocturno, aclaro las clases solo podía darlas después de las siete de la noche y duraban hasta las ocho hora que finalizaba el alquiler y que además era el tiempo en que el tío salía a su visita de novio raso.